“Nada más frágil que la autoestima de un escritor” // Una entrevista a Gisela Kozak de Faitha Nahmens « Prodavinci

“Nada más frágil que la autoestima de un escritor” // Una entrevista a Gisela Kozak de Faitha Nahmens « Prodavinci.

Cada noticia es más estremecedora que la anterior y todas, como frisbis contra la yugular, parecen lanzadas por un bíceps mecánico y fuera de control. La mayoría identifica al inhumano pítcher. Lo cierto es que resulta casi imposible, en el caótico damero, la reacción precisa frente al repertorio de insolencias, villanías y demás pedradas que se producen como avalancha. Y es cuesta arriba, e incluso tramposo, intentar digerir semejante desmesura. Empacha. Aunque no pocos se fajan colocando ladrillos de paz, aferrados a que sí se puede, pues a través de los medios de comunicación sitiados, lo que se filtra, que ha de ser la punta del iceberg de la realidad (denuncias de corrupción y narcotráfico, cuentas obesas de dineros mal habidos en bancos extranjeros, estafas y mentiras, crímenes sin castigo y muertes infames) es tan asombroso como intragable. Y tan distorsionado como descorazonador.

Mientras ocurre tanto y tan seguido —y produce dolor, asombro, ira, arrebato—, apartando a aquellos que asumen causas específicas y se dedican sin revanchas y cual acupunturistas a reconstruir en el desmadre, en paralelo y donde es, no pocos optan por salir de escena, y hacen maletas; muchos se inventan burbujas, y resisten desde el claustro del insilio las horas aciagas, como si cada día fuera una prórroga a favor; y hay quien anuncia que, mientras sucede el acabose, hará mutis para escribir una novela —el lenguaje como anticuerpo al metalenguaje y al neolenguaje mendaz, y acaso como forma de rebelión—, proyecto de cuyo tema no suelta prenda.

Gisela Kozak Rovero, voz hipnótica, verbo perspicaz, se ha sustraído al menos de una de las redes sociales, ergo, del incesante debate público que jalona impenitente en la calle, en la casa, en la cama. No, claro que ella no puede ni quiere ser indiferente. Va contra su naturaleza, su esencia, su biografía. Pero lo intenta vigorosamente. Que chito. Que luego les digo.

En un tiempo se criticaba la indiferencia, ahora en cambio se resiente la superabundancia de politización, como una forma de intrusión, como la teñidura que colorea todos los ámbitos. Demasiado. Y es verdad que antes se insistía de manera machacona con el mensaje de la participación, se conminaba, y aun se aúpa con insistencia a la gente, a hacer, a movernos, a decir, a llevar carteles, con el argumento de la necesaria toma de conciencia, porque los afectados somos todos. Se hablaba de apatía, de una sociedad de indiferentes y apolíticos, es un tema qué hacer, y cómo, votar y lo demás, sin duda; pero pienso en la asfixia que produce la circunstancia ominosa que permea, que tiñe todos los gestos, y exacerba el agotador debate. Yo digo que hay que crear y hacerlo a tu aire, que el compromiso sea contigo, en mi caso, con la palabra.

Fuera de Facebook, cerró su seductora página, se echa en falta en los escarceos cotidianos el verbo cáustico y jamás complaciente de la escritora estudiosa —no sólo por sus doctorados y maestrías en Literatura sino por su pasión por analizar todo cuanto ve—, dueña de una sesera bien amoblada que ha sido enjundioso antídoto contra el despropósito, disolvente para la mentira, molienda de la ridiculez. Provista de un pluma punzante, con ella revuelve los ríos y pesca para traer, ajá, mírenlos, los prejuicios, las contradicciones, las tonterías; muestra el cuerpo del delito como es, aun chorreando líquida su desventura.

No, no es juez ni nada parecido; mucho menos una moralista que intenta pontificar, aunque el humor le pertenece, “y el humor es moralista”, subraya, “el humorista pretende producir reflexión y con suerte provocar un cambio de perspectiva; intenta no solo leer lo que ocurre sino caricaturizar la realidad y traducirla, que es una forma de comprensión y reparación”. Es una cronista, novelista, ensayista, articulista que además de escribir con gracia sus líneas ha leído entre ellas al país, a sus negaciones y melindres, velados o no tanto, y a quien le resulta una imperiosa necesidad contar —no tiene escapatoria dentro y por la palabra—, quizá para darle alguna forma al caos, y explicárselo a sí misma. En medio de tanta confusión, y sin la pretensión de dar con la llave que cierra el debate, busca mundos, o el suyo. Le urge.

Añádase al sino vocacional que, sin duda, le imprime un ritmo —“y que no es el del país” — , el tiempo mismo como factor de presión; no quiere, esta atea confesa, que la agarren los nazarenos.

¿Cómo que ya estás en una edad, si tú…?  Para mí el tiempo es un tema ahora mismo: estoy enfrentada a él. He adquirido una especie de nueva conciencia creativa, productiva, se trata de cumplir una agenda que es un propósito de vida. Llevo apremio de escribir todo cuanto quiero, que no es poco, y necesito enfocarme, no distraerme si quiero ser más prolífica. Si Mutis hubiera muerto en la mitad de su vida no conociéramos al escritor; Charles Perrault, el autor de La Cenicienta, comienza a escribir a los 55; y Saramago es otro que decidió lanzarse al agua de las palabras pasados los 60… No digo que no se pueda, pero ¿cuánto alcanzas escribir si arrancas, digamos, tarde? ¿Y cómo consigues acelerar el compás para armar algo denso, si estás todo el día redactando mensajes en las redes sociales? Es una decisión a la que me obligo con disciplina que, por cierto, me pone a pensar, chica, en la autenticidad de mi vocación…

¿Pero qué dices? ¿Que no eres escritora?  ¡Es que si lo fuera mandara todo al carajo, sin tanta vuelta! Y aunque ya lo hice con mi página de Facebook, el país es un ruido inevitable, ineludible al que no puedes dejar de prestarle atención. Te secuestra, te subyuga. Yo quisiera escribir y punto, sin pensar en política, una de mis pasiones más bajas. Como profesora titular que soy debería estar ahora mismo en paz haciendo lo que me gusta, que si me lo preguntas es zambullirme en la ficción, y vivir tranquila, sin sobresaltos, soportada sobre un piso de estabilidad con el cual tendría que contar a estas alturas en correspondencia con lo conquistado, pero… ay, la incertidumbre.

El desmoronamiento del país, es el de cada uno. Fue mucha la fantasía, mucha la idealización perversa que nos llevamos con tozudez a la boca. Ahora, supuestamente, se hace del poder aquello por lo que luchaste y de lo que estás más que desengañada, y ves cuán falaz el discurso, el proceso, la ejecutoria, incluso los fines, y toca de nuevo oponerse. Qué paz ni qué ocho cuartos. Muy canalla la cosa.

Cultora per se del pensamiento crítico y otrora de izquierda —“como de alguna manera ha sido ¡y es el país!” —, conceptos en algún momento considerados como sinónimos, está persuadida ahora de la mascarada que ha empacado el dogma de la dictadura del proletariado; de que las fórmulas fundamentalistas franquiciadas son un bacalao pesadísimo. Despojada de los corsés de la militancia y otras monsergas esta contumaz desmitificadora, adalid de batallas igualitaristas de género y Derechos Humanos, excesiva, inagotable, vehemente, se mantiene en sus trece como respondona; y en tuiter, por ahora.

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Autora de Latidos de Caracas (2006) asume tanto el enamoramiento como el despecho, la atracción fatal que siente por esta ciudad de hechos rojos y posibilidades desgarradas, así como confiesa las dudas que le produce este país de intentos e intentonas, en el que fuera ordenado por decreto el retroceso. Autora también de Pecados de la capital (2005)Venezuela, el país que siempre nace (2007) y Urbes e historias más allá de boom y la postmodernidad (1993), premiados y celebrados textos, es su trabajo más reciente Ni tan chéveres ni tan iguales (2014), una suerte de mapa de la identidad solapada, abordado sin pretensiones antropológicas, históricas o científicas, desde el inevitable sarcasmo. Rastrea la huella del país extraviado no con la codicia feliz del arqueólogo, a salvo, aparentemente, del pasado, sino por ese su afán de saber dónde está parada y decírselo a quien pueda interesar; este libro es un trabajo fuera de toda clasificación —aunque Ulises Milla, el editor, lo llama bestseller— en el que hace un paneo por las maneras y usanzas criollas con una lupa láser, quemante. Nominado al Gran Premio Literario 2015 por la Asociación de Escritores del Caribe (se anuncia el ganador este 18 de abril), su autora hace de entomóloga de bichos raros —o ictióloga frente al cardumen— cuando clasifica a los paisanos, y no se salva ni el gato, a menos que se llame Pepe. “Pepe Kozak”, aclara y no consigue atajar el derrame de azúcar. “Es el mejor gato del mundo, bello y canalla”. Otras frases serán menos querendonas:

“Quizás nuestro problema cultural tenga que ver con que somos millones de espacios privados que no hemos logrado todavía un buen ensamblaje en el espacio público”.

“Un pueblo tan feliz como nosotros no puede permitirse el lujo de ciertas caídas. La potencia sexual es una preocupación mundial, pero nuestro gran consumo de productos para combatir la disfunción eréctil, según las estadísticas, tal vez sea una señal de nuestro invencible vicio histórico: los militares (…). Pero no especulemos tanto: con una electricidad y una gasolina regalada, es lógico que los varones inviertan en otras formas de energía”.

Las respuestas que da, que se da, son un torrente de palabras bien compuestas, el instrumento y la prueba de las calenturas de su cabeza, territorio cultivado donde bullen las pistas del mejunje que nos amalgama y nos licúa. Colectora de las frases hechas que no nos hacen, no del todo, que son embustes que se pretenden oficializar, bastones y pretendidos bastiones, las convierte en objeto de sus miramientos para pulverizarlas: “Somos el mejor país del mundo”, “Somos ricos”, “No somos racistas”, “El gobierno está caído”. Y añade las de su propio peculio: “El petróleo es el dios nacional”, “He visto más comodidad que humanismo”, “El único oligarca que he visto es Salas Römer”, “La gente es feliz por programas sociales, pero la pobreza sigue”, “La ceguera es forma de poder”, “La democracia hizo más obras que Pérez Jiménez”, “Del buen salvaje al buen revolucionario (1976) es un gran libro, pero leerlo cuando fue publicado, era como si leyeras Mein Kampf, te condenabas, eras, ah pues, un derechista, eso que en realidad aquí nadie se atreve a ser”.

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Narradora de seductora prosa, texturizada en suculentos capítulos varios de erotismo, también es autora de textos sesudos, extraídos de fuentes, probablemente en las antípodas, y que produjera tras investigar sobre políticas culturales y revolución bolivariana, esa que en estos quince años “nos han hecho a unos mejores, a otros, peores”. Revolución que ha intentado cambiar la realidad desde el absurdo, “porque la lavadora no es mercancía, no, es un instrumento para la liberación femenina”, así como el secador de pelo sería una herramienta ¿diplomática? no estética ni prejuiciada “que nos permite acercarnos ¡a nuestras hermanas chinas!”. Añádanse en el inventario de mentirijillas las tan populares prótesis, forma de medir en centímetros cúbicos las prioridades reivindicativas. “Tal es el cambio, el nuevo hombre o la nueva mujer; se concentra en la fisonomía ¿no ves cómo se transforman las esposas de los chavistas?”.

Nada humano le es ajeno; y su palabra fotográfica, impregnada de emoción, de piel, de instintos, de jugos gástricos, de sueños, de esquinas y recovecos, aquellos donde se agazapan o atoran todas las temperaturas, la empacará con donosura. Tiene clarísimo el axioma inefable del señuelo, del hechizo necesario, de la complicidad con el lector, pero la dignidad en guardia, detestará al prolífico Pablo Cohelo. “Escritores eran, son, Cortázar, Woolf, Yourcenar, Vargas Llosa, Flaubert, Carpentier, Teresa de la Parra, Guimaraes Rosa, que por más conocidos o celebrados que hayan sido o sean no eran nada fáciles. Pienso en la conexión con el lector tanto como puede pensarlo una escritora con una formación como la mía, y nada más frágil que la autoestima de un escritor. Pero la lectora adolescente de los setentas y la estudiante de Letras de los ochentas tenía en su cabeza que escribir era un acto radical de libertad. Es decir, no critico el éxito por sí mismo; me encantaría que me leyera todo el mundo, aquí y en otros países, y ser traducida a lenguas que nunca llegaré a conocer. Si no me gusta Pablo Cohelo es porque hace ufanía de una supuesta sabiduría con sus textos mediocres. Prefiero a los autores de bestsellers que se conforman con ser entretenidos sin otra pretensión”.

¿Qué es lo más temible de zambullirse en la escritura? ¿Redondear metáforas? ¿Intentar moralejas? ¿Desdoblarte? ¿El tema de la muerte? La muerte es mi compañera de escritura, sin ella no escribiría casi todos los días, a pesar del cansancio, la necesidad, el placer, los afectos, el trabajo formal y la alegría. Y sin duda que escribir y a la vez hacer silencio, tener de rival tu propia sustancia, ha de ser complicadísimo, y no hablo de ficción sino de honestidad, como por ejemplo habría hecho Jean Paul Sartre, que callaba las verdades de lo que ocurría puertas adentro en el reino de la lucha del proletariado. Condenarse al silencio es depresión; y el secreto puede salvar vidas o acabar con ellas.

No es su caso, tampoco el de los muchos autores jóvenes venezolanos a quienes nombra casi arrobada; aquí y ahora se escribe y se dice, menos mal, y se piensa con vuelo o tras emprenderlo, que no le quita méritos. Menciona a poetas y novelistas, a Sánchez Rugeles, a Hensli Rahn, y sin pasar la página de los estereotipos de género tan recurrentes —“el rol de la madre define a la mujer”, “somos mojigatos y mojigatas”, “la vieja es desechable”, “la supermujer se premia” — cita a Rodrigo Blanco Calderón: “Él dice que la mujer es superior al hombre, se enamora de lo que no se ve”.