Entre mis vecinos del edificio donde vivo solo mi apartamento mantiene las ventanas y las cortinas abiertas durante el día pues necesito un fragmento de cielo mientras escribo. Mi intimidad de escritora se reduce al silencio y si mi vecino adolescente me observa detrás de sus cortinas corridas no violenta ningún secreto. Debe ser bastante monótona, si es que le ha prestado alguna atención, la imagen de una mujer madura que se pasa buena parte del día frente a un pequeño escritorio y una laptop. Es un adolescente gracioso que imita con fina y burlesca afinación las voces de los cantantes que escucha a volumen muy sensato y, desde luego, hace lo mismo con la música con que los vecinos tratan de animar el obligado encierro. Su modo de hablar, que no su figura siempre oculta a mi vista, me revela su probable edad. Su familia combina temporadas en el apartamento con temporadas en otro lugar; me doy cuenta de cuándo regresa al oír su voz, poco discreta en comparación con las de mis otros vecinos. Suele hacer divertidos comentarios sobre la infinita cantidad de tarea que por lo visto tiene que enfrentar a raíz de la cuarentena:—Ojalá a los maestros le lleguen tareas con virus y les explote la computadora —comentó hace un rato y lanzó un largo silbido que no convenció a la madre ni la conmovió en su firme petición disciplinaria.
Origen: No tiene fin el sonido de la vida – Literal Magazine