Gracias por detenerte
Nací en Caracas, Venezuela, y aquí me he quedado supongo que por amor a la insensatez: convertirse en escritora es un destino incierto y serlo en Venezuela es una locura. No me quejo porque en mi caso puedo hablar sin ambages de una elección y al elegir, incluso si se tratase de una opción equivocada, se paladea el placer adictivo y peligroso de la libertad. De todo lo que he hecho para sobrevivir, rebelarme, divertirme, aprender, cambiar mi realidad, escribir y amar solamente lo que me ha procurado este placer ha valido la pena y ha alimentado mis novelas y cuentos. Reivindico de mi país las aspiraciones de libertad que han resistido las apetencias autoritarias y las páginas de una literatura de grandes hallazgos en cuanto a poesía y caracterizada por una tradición narrativa de hombres y mujeres atentos, quizás demasiado y es nuestro pecado original, al pulso de la calle y de la historia. También la sazón de la comida, los afectos, el espíritu de algún licor y el acento de mis palabras forman parte de pertenecer a una nación, pero todos sabemos que la literatura es una conexión con la cultura y con lo humano más allá de esta circunstancia. Asumo mi inconformidad con la realidad como el origen de mi escritura y como la razón de que siempre haya acompañado causas políticas y sociales colectivas, pero por ninguna de éstas me convertiré en sierva de nada ni de nadie ni mucho menos dejaré de disfrutar la obra de un(a) autor(a). He leído a Mario Vargas Llosa y a José Saramago con el mismo placer que a Teresa de la Parra, Clarice Lispector, Ana Teresa Torres y Sarah Waters; me gustan Leonardo Padura y Alejo Carpentier; Amos Oz y Orhan Pamuk; Doris Lessing y Sor Juana. Vasili Grossman me ha conmovido tan hondamente como José María Arguedas y la poesía de Olga Orozco, Cristina Peri-Rossi e Ida Gramcko convive en mi estantería interior con las palabras de Rafael Cadenas, Ana Enriqueta Terán, Ajmátova y unos cuantos de mis contemporáneos.