Una amiga estadounidense me dijo una vez que ser lesbiana en Caracas no era una situación precisamente envidiable; la entiendo, pero es mi ciudad. En ella conocí mi primera discoteca para chicas y vi en el cine Macho y hembra (1986), de Mauricio Walerstein, con su inolvidable escena de sexo lésbico. Recibí sin miedo a la cursilería una rosa amarilla y escandalosa en una pizzería de muebles pintados de blanco, resistentes al sol y la lluvia, llamada La Vesubiana. En Caracas decoré mi primer apartamento con trastos donados y organicé fiestas solo para mujeres. Morí de amor y de dolor caminando por sus calles, con mi cuerpo bamboleándose en el metro o manejando mi automóvil mientras oía música a todo volumen. En el bar Don Pedrito y en Las Dos Barras pasé veladas divertidísimas. Bailé una vez horas enteras en una fiesta del 31 de diciembre hasta que la puerta de la discoteca New Place se abrió a las nueve de la mañana del primero de enero; una luz incomparable iluminó mi llegada al nuevo año. Organicé las I y IV Jornadas Universitarias de Diversidad Sexual y escribí una novela, ciertos cuentos y algunos artículos que tocan el lesbianismo. En Caracas conocí en el último bar que hubo solo para lesbianas, un lugar cutre llamado Versátil, a mi gran amor con quien algún día me casaré. Caracas es dura pero es mía. Reconozco, por supuesto, que no es nada fácil amarse entre mujeres en una ciudad fiera y violenta a pesar de su don natural para la máxima belleza.
Origen: CARACAS – Altaïr Magazine